Los últimos meses de vida de mi abuela fueron extraños. El covid nos mantuvo separadas varios meses, y no podía quitarme un sentimiento de culpa y de pena en los reencuentros. En algunas de aquellas visitas notaba que mi abuela decía algunas incoherencias y lo achacaba a que acababa de levantarse de la siesta y aún no estaba muy centrada. Hasta que un día me preguntó si Sara, yo, no iba a venir a verla. Tardé un microsegundo en salir del estupor y entender. No sé cómo lo hice, pero respondí que sí, que Sara la quería muchísimo y estaba de camino. Ella sonrió. Unos días después me confundió con mi madre, creía que yo era su hija. Estos momentos, eran breves, apenas una ráfaga, pero anunciaban un penoso proceso. Su muerte, unos meses más tarde, nos lo ahorró. También a ella. Ella, que vio a generaciones de mujeres cuidando a sus mayores en casa, murió en una residencia. Estábamos todos, yo llegué por los pelos, desde Canarias, donde estaba trabajando. Y aún, tres años y pico después, el pellizquito en la barriga por no haber tenido posibilidad de cuidar en sus últimos años de quien tanto me cuidó en mis primeros.
“Me levanto para verificar el freno de la silla de mi madre: se inclina y me besa el pelo. Sobrevivir a ese gesto, a ese amor, a mi madre, mi madre”.
De los cuidados, los recuerdos, los olvidos y del desconcierto habla Annie Ernaux en “No he salido de mi noche”, un libro de notas que fue acumulando durante las visitas a su madre en su proceso de demencia. Notas, reflexiones que no quiso pasar por filtro alguno después: “Me puse a anotar, en trozos de papel, sin fecha, frases, comportamientos de mi madre, que me aterrorizaban no podías soportar que semejante degradación se apodera de mi madre. Un día soñé que le gritaba enfadadísima: ¡Deja de estar loca de una vez! Luego, cuando volví de visitarla en el hospital de Pontoise, necesitaba escribir sobre ella a toda costa, sus palabras, su cuerpo, que me resultaba cada vez más cercano. Escribía muy rápido, sumida en la violencia de la sensaciones, sin pensar ni buscar un orden.” En esas anotaciones Ernaux no puede evitar algo que es elemento esencial en su obra, el extrañamiento: “Aquellos momentos en que me quedaba junto a ella, fuera del tiempo, de todo pensamiento, menos: es mi madre. Había dejado de ser la mujer que había conocido, que velaba por mi vida, y, sin embargo, bajo ese rostro inhumano, por su voz, sus gestos, su risa, era mi madre, más que nunca.”
Cogí el libro de Ernaux de la biblioteca sin saber de qué trataba y casi me pareció mágico empezar a leerlos justo un par de días después de escuchar una confesión que le hizo Maximo Huerta a Alma Andreu en “Todo sobre tu madre” acerca de la suya. Y entendí cómo conectaban: “Hace un rato, ya acostada en la cama, jubilosa, después de tirar todos los objetos de la mesilla al querer ponerse crema, me dice: “ahora voy a dormir, gracias SEÑORA”.
Habla Ernaux en “No salgo de mi noche” (últimas palabras que escribió su madre antes de empezar a perderse) no sólo de cómo evoluciona la demencia, también del proceso que enfrentamos todos, el envejecimiento del cuerpo, ese dejar de ir reconociéndose en una: “La he desvestido para cambiarla. su cuerpo es blanco y blando. Después, me ha hecho llorar. Esa causa del tiempo, de aquel el otro tiempo. Y también porque es mi cuerpo lo que estoy viendo. Me da miedo que se muera. La prefiero loca.”
Habla Ernaux de la culpa: “Escena difícil. Cree que vengo a buscarla, que se va a ir de aquí. Su decepción es inmensa, no puede tragar bocado. Remordimientos espantosos. A veces, sin embargo, tranquilidad: es mi madre y ya no es ella.” Una y otra vez, la culpa: “Mi sadismo me horroriza. He obligado a mi madre a ponerse el corsé, las medias. Se abrocha como puede el corsé. Tiene las piernas muy flacas, le han puesto unas bragas de punto de algodón petit bateau. Me obedece, amedrentada. Esta escena me obsesiona, mi madre, con la mirada de una demente, tengo unas ganas de llorar enormes y no acabo de estallar.” Ese círculo del que una no puede escapar: “Me ha dicho: «No hablan de darme el alta. Me pregunto si un día me iré de aquí. Puede que me quede…» Se ha parado, sin pronunciar «hasta que me muera». Pero ese era el sentido de su frase. Es desgarrador. Está viva, todavía con sus proyectos y deseos. Solo quiere vivir. Yo también necesito que siga viva.” La culpa, siempre mirándote a los ojos: “Entonces grita: «Annie». Hacía más de un año que no había pronunciado mi nombre. De repente me siento vacía de toda sensación. Esa llamada ha llegado del fondo de mi vida, de mi infancia. Me doy la vuelta, vuelvo a su lado. Me mira: «Llévame contigo». Todo el mundo se ha callado, a la escucha. Querría morirme, le explico que no es posible, ahora no.”
Explica con notas cortas, y furiosas a veces, la Ernaux cómo es también la demencia una entrada lenta en la orfandad: “Todo se ha invertido, ahora es mi hijita. NO PUEDO ser su madre.” Cómo lo que has conocido está dejando de existir: “Pierde todas sus cosas, pero ha dejado de buscarlas. Ha renunciado. Me acuerdo de sus esfuerzos desesperados por encontrar su neceser en mi casa, todavía en este mundo a través de las cosas. Esa indiferencia actual me encoge el corazón. (…) Me acuerdo de la época en que tuve a mi madre en casa, de septiembre a febrero, de micro Elda inconsciente, de mi rechazo absoluto a que se convirtiera en esa mujer, sin memoria, miedosa, agarrada a mí como una niña. Y no obstante era menos horrible que ahora. Tenía deseos, agresividad.” El desconocimiento: “Cuando pienso en lo que ha sido, en sus vestidos rojos, su esplendor, me echo a llorar. Muy a menudo, no pienso en nada, estoy junto a ella, eso es todo. Para mí está, siempre, su voz. La muerte es, sobre todo, la ausencia de voz.”
Una tras otra, las anotaciones de Annie Ernaux te van impactando y lo hacen sin necesidad de trucos, con la aparente sencillez con la que hace que parezca fácil lo que es extremadamente difícil:
⁃ “Me entran ganas de llorar, al ver esa petición de amor que me hace, que ya nunca se verá satisfecha (cuánto la quise de niña).”
⁃ “Al coger el ascensor, estaba frente al espejo. Estoy segura de que se ha visto.”
⁃ “«Qué rico, el sol», dice. Siempre me quedo sorprendida al oír frases que decía antes, en el estado que se encuentra ahora.”
⁃ “Verla, tocarla, tan diferente de lo que ha sido, y sin embargo «ella».”
⁃ “Peinada, afeitada, se ha vuelto humana. Ese placer cuando la peino, la deja mejor. He recordado que, al llegar yo, su vecina de habitación le le tocaba el cuello, las piernas. Existir, es ser acariciado, tocado.”
⁃ Le lavo la boca con un guante de felpa. Me mira y pregunta: «¿Eres feliz?».