Hijas del demonio

Supongo que como ya se puede decir sin pudor que la crisis climática y la violencia de género son inventos de la izquierda que nos quiere “imponer” su agenda política me he topado en IG con un video en el que un imbécil decía, presumiendo además de ser valiente por “políticamente incorrecto” que “las mujeres son todas unas manipuladoras”. Me puso de tremenda mala hostia, pero le di dos vueltas y pensé que si había algo de cierto en esa afirmación, la culpa sería de los hombres.

Lo pienso cuando leo “Las vidas secretas de las mujeres de Baba Segi”, una novela cruda y divertida al mismo tiempo, en el que las mujeres de un polígamo tienen que apañárselas como pueden para sobrevivir con dignidad en un país, Nigeria, donde ser mujer equivale a ser pobre y no tener estudios. Un país donde el matrimonio es la única manera de progresar económicamente, y donde, aunque las mujeres jóvenes son cada vez más conscientes de sus derechos, las estructuras de poder continúan siendo profundamente patriarcales. (“Te he dicho mil veces que no puedes comprarte un terreno y construir una casa. Los hombres del pueblo dirán que los ridiculizas, haciendo lo que ellos no pueden hacer”).

Quizás por eso las mujeres de esta novela, encerradas en un matrimonio polígamo, manipulan mediante engaños y zalamerías al hombre con el que están casadas (“nuestro marido se cree mejor que todas las mujeres y la mayoría de los hombres”). Esa es su herramienta de supervivencia: jugar al juego que les han obligado a participar, pero creando sus propias normas. “Son tontos. Lo único que tienen de útil es el pene entre las piernas. Y para serte sincera, si no fuera porque necesitamos su semilla para traer niños al mundo, sería mejor estar sentadas sobre un plátano macho. Recuerda mis palabras. Sólo una tonta creería ciegamente en las promesas de un hombre”.

Cansadas

Dudo, paso días dudando sobre si decir algo o no acerca de “Yeguas exhaustas”. Pienso que estoy un poco cansada de la autoficción, que no siento que sea una obra redonda, que le falta algo. Pero al mismo tiempo, no hacerlo, me pesa. Siento que de algún modo mi silencio puede deslegitimar el discurso de las mujeres, en este caso un ejercicio autobiográfico que es colectivo. Es un repaso por la historia de Beatriz, mujer maltratada, hija de emigrantes andaluces en Valencia, son los de abajo, los que no pueden permitirse ni un día parados (“El gran pecado mortal para la clase baja es la pereza, porque es el que de verdad te cuesta la vida”), peor si eres ella (un pobre no puede permitirse dejar de trabajar o trabajar menos ni un solo día de su vida. Una pobre, menos”). Habla de clase, de cuáles son los caminos por los que acabamos tomando conciencia de clase; habla de la pobreza como columna vertebral de la identidad moderna y de “la sensación de seguir siendo los de abajo aunque nos llenemos de títulos académicos” porque la maquinaria está perfectamente engrasada: “Viví durante casi toda mi existencia convencida de que eso solo me pasaba a mí, a mi familia. Convencida de que era un problema individual. Mi cabeza tejía toda una serie de explicaciones para justificarlo: mis padres eran más mayores de lo que deberían ser y pertenecían a otra época, habían nacido en una zona de España especialmente deprimida a nivel económico o, sencillamente, habían tenido mala suerte. Otros mil puntos para el sistema que consigue aislar y, por tanto, desactivar la conciencia de clase y la de género”.

Habla la protagonista de lo rural, de cómo lo que comemos y cómo lo hacemos delata nuestro origen. De cómo nos cuesta a los de pueblo navegar por los mares de las referencias culturales cuando llegamos a la universidad y empezamos a escuchar los nombres de escritores o músicos de los que nadie nos había hablado. De cómo nos miraron por sabernos las letras de Camela. De la sensación de no ser suficientes, jamás. “El autoodio, más o menos matizado, fue nuestra herencia”.

Habla de cómo se retuercen algunos términos (lo rural, por ejemplo) para acomplejarnos, para despreciarnos. “Miro el ceño y la nariz que se fruncen sutilmente al hablar con un poco de asco de la playa y me siento como si aludieran directamente a mí. La suciedad y la inseguridad siempre se asocian a los lugares que son de todos. El bienestar siempre está en otra parte.”

Ahora que se habla de la inexistencia de la violencia de género y la desigualdad, me resuenan muchas de las palabras subrayadas en este libro. (“Crecer consistió en ir entendiendo los motivos por los que mi madre casi siempre estaba seria y triste. El principal de ellos era sencillo, sencillo y apabullante: estaba cansada. No cansada metafóricamente, no cansada del mundo y sus problemas, de la incomprensión o de las peleas. No. Estaba literalmente cansada, físicamente cansada. Reventada de tanto currar, como una yegua siempre exhausta al final de una carrera que no se acaba nunca. El agotamiento de la supervivencia no deja espacio a todo lo demás.”)

Habla, y mucho, del miedo (“El sistema laboral en el que vivimos ha conseguido que nosotros seamos nuestros mayores censores, no hace falta que nos prohíban las cosas porque la dictadura del miedo a perder el sustento nos hace quedarnos calladitos. Esa cultura de agachar la cabeza se hereda y yo no podía evitar agacharla como lo hacía mi madre aunque no me cansara de despotricar contra el sistema laboral”). Así es que lo recomiendo, porque estoy segura de que a muchas les hará falta para reconocerse, si es que aún no lo han hecho.

Me perteneces

Cuando me preguntan cómo es posible que lea tanto, cómo lo hago, mi respuesta es siempre la misma: dejo de hacer otras cosas. Esta mañana, por ejemplo, cuando me he despertado, muchos de vosotros estaríais ya limpiando la casa, haciendo la cama, haciendo deporte, cuidando a los niños, desayunando. Viví nueve años con un hombre que era incapaz de estar en la cama una vez que separaba las pestañas, sé de lo que hablo. No es mi caso. Esta mañana, por ejemplo, me ha despertado el claxon de un imbécil que discutía con otro en el cruce que hay bajo mi ventana. Eran las 8:37. He salido de la cama para prepararme un café, y con la taza calentita, he vuelto bajo las sábanas y he empezado “Cárdeno adorno”. No he salido hasta tres horas más tarde, cuando lo he acabado, para hacer yoga y pegarme una ducha. ¿Podría haber tenido una mañana más productiva? Pues depende de lo que entiendas por esa palabra. A mí no producir me parece la mejor forma de ser productivo.

Tres horas pegada a este libro que arranca ya con una familia en la que la figura paterna no sale bien parada: “Nos cuidamos unos a otros. Nos alimentamos unos a otros, y unos a otros nos pegamos en los costados. Madre nos cuida de padre, padre nos cuida de los lobos, los niños nos cuidamos unos a otros como se cuidan entre sí las ovejas y los corderos y las cabras y los cabritos”. Tampoco salen bien parados otros hombres, aunque quienes los sufran sean ellas: “En nuestro valle viven cien mujeres cárdenas.

Hay mujeres de cárdeno claro, como la madre de Necla, y mujeres de cárdeno oscuro, como la madre de Fidan; hay mujeres rojicárdenas y mujeres negricárdenas. Hay mujeres que llevan su cárdeno alrededor del cuello, como un aro, o en el hueco bajo el cuello, cual medallón; algunas llevan su cárdeno como una pulsera en la muñeca, otras alrededor del tobillo. Muchas mujeres cambian el cárdeno adorno de semana en semana, algunas de día en día. Unas sonríen siempre, a pesar de su cárdeno adorno, como Leyla, otras callan cárdenamente, como Zehra.(…)El cárdeno adorno de las mujeres lleva la caligrafía de los hombres. La herramienta, madera o hierro, y la cantidad de los golpes determinan el matiz del cárdeno.”

Sabes que ese cárdeno que a veces adorna la piel de la protagonista, Filiz, tendrá la firma de otro orfebre. Ya no será su padre, sino aquel que, siendo niños, le dijo: me perteneces. Con el tiempo, así fue: “No pertenezco a nada. Ya nada me pertenece. Pertenezco a Yunus. Busco en sus ojos, que no me ven, que me rehúyen como perros vagabundos. Busco un término en sus manos, mi término, y caigo por entre sus dedos a la nieve sin fondo.” Un hombre como otros muchos que sabe cómo hacer que con su sola presencia se mueva el piso (“por la noche, cópula por delante y por detrás, quiere que mi dolor sea mudo y mi gemido placentero”). Un hombre que sabe cómo es el castigo y cuántas son las formas que puede adoptar: “Hace días que Yunus no me dirige la palabra. Ni una sola orden. Me arrodillo frente a él y le suplico.

Su silencio es tan grande como mi miedo.” Un silencio denso y presente, gigantesco, que provoca tanto terror o más que un golpe: “Quedo a la espera de que vuelva a mí. Quedo a la espera de que, con él, yo vuelva a mí. Quedo a la espera de volver a ser.”

Por suerte para Filiz hay final feliz, aunque, como le sucede a muchas mujeres, podría haber sido diferente.

Cuando las bestias son los otros

De regreso de un café, pasé por delante del escaparate de Tipos infames, en Malasaña y no pude resistir la tentación de entrar. Quería comprar “Mujeres que follan”, de Adaia Teruel, pero justo acababan de vender el último ejemplar que les quedaba. Podría haber dado las gracias, salir y volver a casa de vacío, pero, no, claro. Me quedé echando un ojo y me encontré algunas portadas con pegatinas con las que recomiendan lecturas. Confieso que no hay nada que más me eche para atrás que eso, sin embargo, topé con “Como bestias”, de Violaine Bérot, y, sabiendo que Las afueras me han dado tantas alegrías, me lo llevé. Lo empecé anoche, tardé poco más de una hora en leerlo porque no podía dejarlo.

En “Como bestias” se va alternando la poesía, como anfitriona, con los testimonios de habitantes de una zona de montaña que hablan de uno de los vecinos al que apodan “el Oso”. Al principio parece que hablan a periodistas, pero a medida que avanzas en el relato, descubres que son policías. Hombres. Policías varones que han detenido al Oso, un vecino especial que se ha criado con su madre, en las montañas y en los márgenes. No os puedo contar más de “Como bestias” para no reventaros la historia, pero os puedo asegurar que conmueve, que hace reflexionar sobre cómo tratamos como sociedad a quienes son diferentes, a quienes no encajan en la norma. También es un relato sobre la violencia, contra los diferentes, contra los débiles, contra las mujeres. Y sobre el amor. Un libro que hace que te rebose el corazón de ternura y hasta esperanza, por más que intuyas que la historia no va a acabar bien.

“A nosotras

las hadas

nos consuela

saber que algunos

en el mundo de ahí abajo

algunos normales

anormalmente normalizados

de los extraviados

no tienen miedo

que algunos

confían

en los extraviados”

El viaje de ser mujer

Cuánto sufrí y gocé leyendo la historia de esta mujer que crece en un barrio obrero de la periferia madrileña mirando a las pocas mujeres trans que en aquellos años se habían atrevido a rebelarse contra lo que había escrito en su DNI (y casi contra todos): “Eran mujeres incontestables, les tenían tanto miedo por ser tan atrayentes que enseguida se decía en voz alta y clara que «eran hombres». Como si al hacerlo se exorcizase el demonio del deseo a quien lo decía […] mujeres que habían conquistado la poca o mucha libertad que tenían con garras y dientes y eso es lo que las hacía tan aterradoras.”

“Para perderla gracia, primero hubo que tenerla. Para quemar gasolina, alguien tuvo que llenar previamente el depósito. Mis padres nunca tuvieron demasiado tiempo para perder la gracia porque se pasaban todo el día trabajando para intentar llenar el depósito. Éramos los hijos ese coche nuevo para el que ahorraban. Ese utilitario con su puesta a punto y su casete auto-reverse. Uno que mis padres, esa clase media diésel, iban a mandar a sitios donde ellos no habían llegado nunca. Y así partimos flamantes desde las periferias toda una generación de niños como en una carrera de espermatozoides, sólo que aquí llegaríamos muchos y no sólo uno.” Estas frases de Pedro Simón en “Perder la gracia” conectan en mi cerebro, como si echase chispas, con algunos de los párrafos de “La mala costumbre” de Alana S. Portero, que devoré este fin de semana, en tres horas , sólo un ratito antes: “Siempre fuimos a destiempo en el amor familiar y las circunstancias no nos habían ayudado a aprender a comunicarnos. Nadie puede salir indemne de una vida entera dedicada a reventarse el cuerpo para mantener un hogar en pie. El puto trabajo nos había quitado el tiempo y la oportunidad de educarnos juntos y solo teníamos el amor en bruto, algo demasiado poderoso como para no saberlo dosificar.”

Mención especial al capítulo “El mismo bosque”, menudo pellizco en el pecho.

“La mala costumbre” es la historia de la niña que no se reconoce en su cuerpo, que “absorbía la energía que creía percibir de las mujeres cuando estaban reunidas, sin hombres”, y que intuía que había algo diferente en ella que no sería bien percibida allá donde crecía: “De niña no me daba miedo pensar en ser así, ni fantasear con ello, me aterraba la reacción de los demás viendo cómo se expresaban sobre algo que era tan bello. El desprecio con el que lo hacían, la repugnancia que parecía causarles.” La niña que llega a adolescente y se enamora por primera vez y descubre que tiene que salir de su barrio para poder amar sin miedo (“Una sabe que ama sin complejos cuando deja de temer los gestos que la delatan como amante). Y llegar a Chueca y a las traseras de la Gran Vía, para encontrar, como Camila Sosa en “Las malas”, a esa otra familia con la que empezar a mirarse y reconocerse (“Asúmelo tú, no como hasta ahora, que te atrevías a estar contigo misma por las esquinas y a escondidas, como los hombres cobardes que nos desean pero que preferirían matarnos antes de llevarnos agarradas del brazo por el parque. No seas tu propio chulo, marica.”). Es la historia también de este nuestro país que parece haber olvidado su orgullo de clase (“Los obreros nunca fueron vistos por el franquismo de otra forma que como bestias de carga que estabular en la periferia. Ese abandono generó una conciencia de clase en el barrio que las autoridades de la Transición democrática decidieron atajar a finales de los setenta y durante toda la década de los ochenta con jeringazos de heroína casi regalados. La droga fue la última forma de ejecución sumarísima de disidentes de un régimen que había encontrado la forma de perpetuarse”) y de una generación perdida contada desde los márgenes: “Las madres de mi barrio no abrazaban a sus hijos muertos como las vírgenes en las piedades renacentistas. Lo hacían volcadas sobre los cuerpos, a gritos, despeinadas, con los ojos hinchados y babeando. Cubriendo a sus criaturas como podían, arropándoles como bestias desesperadas, llamándoles hasta dejarse la voz en la acera, clavándoles las uñas en la carne, yéndose con ellos de alguna manera.”)