Desubicados

Año 1998. Estudio Periodismo en Madrid. Llega el verano y no encuentro prácticas profesionales en Extremadura o Madrid. La universidad me consigue unas en A Coruña, Informativos Telecinco. Después de unos días en la delegación, el jefe decide que ya puedo salir a grabar. Una de las primeras historias me lleva a una aldea, de no más de 20 habitantes, donde un joven se ha escapado; su madre, anciana ya, sube al monte y va dejando bolsas con comida atadas a las ramas de los árboles. Cree que está vivo porque ha comido de algunas. Lo que se contaba en los medios esos días es que era una especie de George de la jungla. La realidad era otra. Esa anciana vivía prácticamente aislada del mundo, con un hijo esquizofrénico que se volvía muy agresivo cuando dejaba de tomar la medicación y que, en su último brote, se echó al monte. Eso fue la primera vez que me di cuenta de que se espera que los periodistas seamos aves de rapiña, sobrevolando el dolor ajeno para rellenar páginas o minutos de un informativo. Y me rebelé. No, no iba a contar esa historia, el menos no de ese modo. Mucho menos después de sentir el dolor de esa madre, absolutamente sobrepasada por lo que sucedía con su hijo.

Descubrí también que, a las puertas del siglo XXI, había mucha gente que vivía en el XIX. Aislados, impotentes e indefensos ante trámites tan simples como abrir una cuenta en el banco, solicitar una ayuda púbica. Y de eso va “Tierra inestable”, de aquellos que se van quedando en los márgenes sin que nos demos cuenta.

Julius y Jeanie, dos mellizos de 51 años, llevan toda su vida en una granja aislada en la montaña, con su madre, Dot, que fallece de forma repentina. Se quedan solos y descubren que no saben absolutamente nada de cómo es el mundo. Apenas saben leer y escribir, ni siquiera cuánto cuesta la comida, porque hasta ese momento su madre se había ocupado de todo. Cuando empecé a leer la novela (recuerda, amiga, que nunca leo la contra portada) pensé que había cogido una historia de esas de terror de la América profunda. La atmósfera, los personajes me recordaban a esas pelis basadas en novelas de Stephen King. Pero no era Estados Unidos, sino Reino Unido, y el terror, en este caso, está en otra parte: en las sensaciones y sentimientos de aquellas personas a las que nuestra sociedad va dejando atrás.

(Cayó en mis manos esta novela gracias a los trabajadores de la Biblioteca de Mérida, que hacen unos puntos con recomendaciones literarias maravillosos. ¡Que viva lo público)

De ningún lado

Lloré. Estaba en la playa, atardecía, y a mí me caían unos lagrimones enormes por las mejillas. Recuerdo cuándo fue la última vez que me había pasado con un libro, pero entonces lloré porque ese libro, “También esto pasará” de Milena Busquet, conectaba con mi momento personal, en medio de una relación con un hombre que nunca ha sabido querer bien, querer bonito. Lo que me hizo llorar ayer fue la belleza, el cierre hermoso, luminoso, de un círculo que comienza con el parto de una niña una noche en la que el fuego arrasa los bosques que protegen su aldea del ataque de otras tribus. Ese bebé es hermana de otra niña que su madre tuvo con un padre de una etnia distinta. Maame es la raíz, Effia y Esi , que nunca se conocerán, son las dos ramas de una miríada de historias que Yaa Gyasi trenza para narrar la otra parte de la historia de la costa suroccidental de África y Norteamérica a partir del s XVIII: “-Creemos al que tiene el poder. Él es quien consigue escribir su historia. Por eso cuando estudiáis historia, siempre debéis preguntaros: «¿De quién es la versión que me han contado? ¿Qué voz fue silenciada para que ésta oyese?» Cuando hayáis respondido a eso, debéis encontrar también esa otra historia. A partir de ahí, empezaréis haceros una idea más clara, aunque aún imperfecta, de situación.”

Una situación que empieza por el comercio de personas: “tenía la certeza de que los británicos llevaban años instigando guerras tribales, pues sabían que les venderían a los prisioneros que resultasen de la lucha para que comerciaran con ellos. Su madre siempre decía que la Costa del Oro era como una olla de sopa de cacahuete: su gente, los asante, eran el caldo, y la de su padre, los fante, los cacahuetes. Las muchas otras naciones que habitaban el territorio que se extendía desde la orilla del Atlántico y llegaba hasta el norte a través de los bosques eran la carne, la pimienta y las hortalizas. La olla ya estaba llena hasta arriba antes de que los blancos apareciesen y encendiesen el fuego, y ahora a los pueblos de la Costa del Oro se les hacía casi imposible evitar que la sopa rebosase una y otra vez al hervir.”

Si me preguntáis qué leer, de entre todos los libros que os he recomendado este año, empezad por este. Porque en este lo tenéis todo: el amor, la traición, la superación, el miedo, la humanidad, el dolor… transitaréis por todas las emociones y, de paso, aprenderéis un poco de la historia de un continente tan desconocido como, siglos después, destripado: “Está en juego mucho más que la trata de esclavos, hermano. La cuestión es quién se quedará con la tierra, con la gente, con el poder. (…) Los británicos ya no vendían esclavos a América, pero la esclavitud no había terminado y, al parecer, su padre no creía que tuviese fin. El único cambio sería que reemplazarían un tipo de ataduras por otras: grilletes que sujetaban manos y pies por ataduras invisibles que abarcaban la mente. “

En “Volver a casa” se habla y mucho sobre la esclavitud (“Se preguntó qué precio tendría uno de ésos, porque en el castillo se atribuía un valor a todos los animales. (…) ¿Y la bestia humana? ¿Cuánto valía? Naturalmente, Effia sabía que en las mazmorras había gente. Personas que hablaban un dialecto distinto al suyo, capturadas en guerras tribales; incluso personas que habían robado de sus aldeas.Pero nunca se había parado a pensar adónde iban desde allí. No se había planteado qué pensaba James cada vez que los veía. Cuando bajaba a los calabozos y veía mujeres que le recordaban a ella, que tenían su mismo aspecto y olían igual. Si esas imágenes lo acompañaban cuando se reunía con ella.”), pero va más allá del comercio de personas, es también un retrato de la hipocresía: “Había oído a los ingleses llamarlas «mozas» en lugar de esposas. «Esposa» era una palabra que reservaban para las mujeres blancas del otro lado del Atlántico. Y una moza era otra cosa, una palabra que los soldados empleaban para mantener las manos limpias y no meterse en problemas con su Dios, un ser que en sí mismo estaba hecho de tres, pero que sólo permitía que los hombres se casaran con una.”

Yaa Gyasi aborda también los problemas de identidad (“-Vale, no eres blanco. Entonces ¿qué eres?

-Soy como tú -contestó Quey.

Cudjo tendió la mano y le pidió que hiciera lo mismo hasta que estuvieron brazo con brazo, piel con piel.

-No, no eres como yo – concluyó Cudjo.

Quey estuvo a punto de echarse a llorar, pero se avergonzó de ese impulso. Sabía que era uno de los niños mestizos del castillo y que, como el resto de ellos, no tenía derecho a ninguna de sus dos mitades: ni a la raza blanca de su padre ni a la negra de su madre. Ni a Inglaterra ni a la Costa del Oro.”) y no mira para otro lado cuando se trata de señalar responsabilidades (-En la costa de la tierra de los fante hay un lugar que se llama el castillo de Costa del Cabo. Allí es donde metían a los esclavos antes de enviarlos a Aburokyire: América, Jamaica. Los comerciantes asante llevaban allí a los cautivos.

Había intermediarios fante, ewe y ga que los tenían presos un tiempo y después los vendían a los británicos, a los holandeses o a quien pagase el mejor precio en aquel momento. Todo el mundo tenía su parte de responsabilidad. Todos la teníamos… y la tenemos.)

El camino que Gyasi plantea parte de África y continúa e América, continente receptor de miles de personas esclavizadas a las que se les obliga no sólo a trabajar de sol a sol, también a dejar de lado sus lenguas, sus culturas, se les arranca la identidad, comenzando por el nombre. Para deshumanizar, para animalizar y que los abusos y las torturas sistemáticas pesen menos en las conciencias, si es que alguna vez las tuvieron, de los blancos:

“-¿Dónde está el chiquillo? preguntó el Diablo mientras sus hombres los ataban a ambos.

-Muerto respondió Ness.

Tenía la esperanza de que sus ojos lo corroborasen con aquella mirada característica de algunas madres al regresar tras la huida, después de matar a sus hijos para liberarlos.

El Diablo enarcó una ceja y soltó una carcajada lenta.

-Es una pena. Creía que me había agenciado unos negros de confianza. Pero he aquí la prueba de que no.”

Se abole la esclavitud, comienza la trampa con leyes hechas a medida para continuar teniendo mano de obra gratuita, ahora no serán esclavos, les llamaremos presos (echad un vistazo en Netflix al documental “Enmienda XIII”): “Da igual lo que hayas hecho o dejado de hacer. Ellos sólo tienen que afirmar que es cierto. Nada más. ¿Te crees que por ser tan grande y musculoso estás a salvo? Pues no: esa gente blanca no quiere ni verte. Porque vas por ahí libre como el viento, y nadie quiere ver a un negro pavoneándose de acá para allá. Como si no tuvieras ni una pizca de miedo en el cuerpo”).

En los últimos dos años he conocido más estadounidenses de los que había tratado en toda mi vida, huyen de su país, se refugian en el nuestro porque dicen que el suyo es un estado fallido. Quién podría imaginarlo si está sosteniéndose en esos pilares (“había empezado a parecerle una palabra que los blancos habían llevado consigo al llegar a África. Un truco que los cristianos habían aprendido y del que hablaban a voces y con libertad a la gente de la Costa del Oro. «Perdón», clamaban mientras cometían sus injusticias. Cuando era más joven, Yaw se preguntaba por qué no se limitaban a predicar que las personas debían evitar hacer el mal. Pero cuanto más mayor se hacía, mejor lo comprendía. El perdón era un acto que tenía lugar después de actuar, un pedazo del futuro de la mala obra. Y si consigues que la gente mire al futuro, tal vez no se dé cuenta de lo que estás haciendo para herirlos en el presente.”); unas estructuras que se resisten al cambio desde hace ya demasiado tiempo: “El problema de América no era la segregación, sino el hecho de que fuera imposible aplicarla. Sonny no recordaba un tiempo en que no hubiese tratado de alejarse de los blancos, pero pese a lo grande que era el país, no había adónde ir. Ni siquiera a Harlem, donde los blancos eran propietarios de prácticamente todo lo que alcanzaba la vista o se podía tocar con la mano. Lo que él anhelaba era África. Marcus Garvey tenía razón: los esfuerzos de Liberia y Sierra Leona habían dado sus frutos, al menos en teoría. La cuestión era que en la práctica las cosas no funcionaban igual de bien. La práctica de la segregación aún significaba que Sonny tenía que ver a personas de raza blanca sentadas en la parte delantera de cualquier autobús al que subiese, que hasta el último mocoso blanco con el que se cruzara lo llamase «chico». La práctica de la segregación significaba que se veía obligado a sentir que sus diferencias eran desigualdades, y con eso no estaba dispuesto a tragar.” Pero ¿cuál es la alternativa?(“No podemos volver a un lugar en el que jamás hemos estado. Ese lugar ya no es nuestro. Éste sí.

Tendió la mano y describió un semicírculo, como si quisiera abarcar todo Harlem, toda Nueva York, todo Estados Unidos”).

Y de la injusticia y la desigualdad a los problemas generados por la heroína primero y por el crack después (“Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que eras hijo de un hombre que pudo escoger qué vida tener, pero tú carecerías de ese privilegio. Y parecía que hubieses nacido sabiéndolo. (…) Los blancos pueden elegir. Eligen su trabajo, su casa. Pueden hacer bebés negros y después esfumarse, como si jamás hubiesen existido, como si las negras con las que se han acostado o a las que han violado se embarazasen a sí mismas. Los blancos también eligen por los negros. Antes los vendían y

ahora los mandan a la cárcel, como a mi padre, les impiden estar con sus hijos. (…)Sigue haciendo lo que haces, y el hombre blanco no tendrá que hacerlo más por ti. No le hará falta ni venderte ni meterte en una mina de carbón para ser tu dueño; será tu amo sin más, y además dirá que tú te lo has buscado. Que la culpa es tuya”).

De ese viaje de ida, al viaje de la vuelta: el problema de identidad de millones de hombres y mujeres negros que viven en Estados Unidos.

“-Pero yo no soy afroamericana -contestó Marjorie.

Aunque no era capaz de interpretar con claridad la expresión de la profesora, supo de inmediato que lo que había replicado estaba mal. Quiso explicárselo, pero no supo cómo; quiso decirle que en casa tenían una palabra diferente para los afroamericanos: «akata». Que las personas akata eran distintas de los ghaneses porque hacía demasiado tiempo que habían dejado atrás el continente materno para continuar llamándolo «continente materno». Quiso explicarle a la señora Pinkston que sentía su propio alejamiento, que ya casi era una akata, que llevaba demasiado tiempo fuera de Ghana para ser ghanesa. Pero la expresión de la maestra le impidió dar explicaciones.

-Escucha, Marjorie: voy a decirte algo que tal vez nadie te haya dicho todavía. Aquí, en este país, a los blancos que manejan el cotarro no les importa de dónde seas originaria. Ahora estás aquí, y aquí un negro es un negro y punto.”

Señoría

Escuchaba a Henar Álvarez hablar de la amenaza de Feijóo de modificar, one more time, la ley del aborto (otra vez y miren, señores, estamos hasta los mismísimos ovarios). Propone Feijóo que un juez decida si una menor debe o no abortar si no hay acuerdo entre ella y sus padres. Como acertadamente dice Henar, a quien siempre hay que escuchar, si una menor no está preparada para tomar una decisión así, imagínese para ser madre.

Y en esas comienzo a leer “La ley del menor”, de Ian McEwan. Una novela corta sobre una jueza del Tribunal Superior británico especializada en derecho de familia. A su mesa llegan los casos más variopintos: divorcios complicados, peticiones de custodias por motivos ideológicos o religiosos, pérdidas de patria potestad, tutela del Estado. Decisiones en los que siempre debe primar el interés y el bienestar del menor. Y llegan algunos tremendamente espinosos que McEwan va desgranando al tiempo que pone sobre la mesa la humanidad de aquellos que asumen la compleja tarea de administrar justicia, poniendo el foco en Fiona Maye. Una mujer en sus sesenta a quien su marido, el hombre con el que lleva toda la vida, propone abrir su relación porque necesita un nuevo despertar sexual. Algo a lo que podría enfrentarse utilizando todos los recursos que le da su profesión (la capacidad de cuestionar, de hacer esas preguntas difíciles de responder e imposibles de sortear, de poner sobre la mesa las responsabilidades morales, los dilemas éticos) y que, sin embargo, acaba como muchos de los casos que llegan a su despacho: dos personas que se amaban, ahora son capaces de lo peor, incluso de odiarse. Y es en ese momento cuando la jueza Maye tiene que decidir si se realiza una transfusión de sangre a un joven de diecisiete años, enfermo de cáncer, que es testigo de Jehová. (“No la había sorprendido ni inquietado que los clérigos quisieran eliminar la posibilidad de una vida significativa para sostener un postulado teológico. La propia ley tenía problemas similares cuando autorizaba a los médicos a asfixiar, deshidratar o matar de inanición a determinados pacientes desahuciados, pero no les permitía el alivio instantáneo de una inyección mortal”). Su decisión, después de escuchar al menor, marcará el desarrollo de esta historia en la que la moraleja va de las decisiones que tomamos y sus consecuencias, no sólo sobre nosotros, también sobre los demás.

Ulises enfermos

Recibo un vídeo por whatsapp en el que una directiva de Orange habla a un reportero de televisión, con pose chulesca le dice que de VOX le gusta todo y se pone a enumerar empezando, claro, por la inmigración: “los que sean ilegales a tomar por culo”. Y así, tan rápido, tan fácil, se ha resuelto lo que ella considera un problema. Unos minutos después llego a este párrafo: “Estamos cómodos con un sistema que distingue entre autóctonos y forasteros porque eso nos da la seguridad de formar parte del grupo. Nosotros y ellos. Los autóctonos suelen ser hospitalarios cuando el viajero es un peregrino de paso pero no cuando es un emigrado. En cuanto quieres establecerte en el país al que emigras, te conviertes en una amenaza. Un cuerpo ajeno entrando en el sistema inmune. Las células se tienen que reorganizar para combatir tu presencia desde la hostilidad. Analiza las políticas migratorias de un país y sabrás el grado de civilización al que han llegado sus ciudadanos. Su compromiso con la humanidad. Sus niveles de empatía. Busca si acoge, si integra o si tolera.”

Comienza @margaritayakovenko “Desencajada” con una imagen aparentemente anodina, como los funcionarios, ante una mesa y unos ojos que no se paran en los tuyos, con una protagonista jurando fidelidad al Rey y obediencia a la Constitución. Ya es española, después de veinte años aquí. Años en los que ha tenido que demostrar que era una buena ciudadana para conseguir “una identidad, la puedes comprar al Estado mismo. Solo hace falta dinero. Los oligarcas consiguen un permiso de residencia al comprar una mansión en España. Los futbolistas se nacionalizan en semanas para poder jugar el mundial. Yo esperé diez años viviendo de forma legal, nueve años tras presentar la solicitud y cuarenta días tras pagar para que alguien la sacara de esa mesa de juzgado. Ese es el juego.”

A través de la historia de la autora “Desencajada” analiza las miserias del sistema para toda una generación que vive en crisis económica permanente (“Tras la crisis de 2008, mi generación pasó a tener una vida peor que la de sus padres a su edad. No era mi caso. Los hijos de migrantes siempre viven mejor que sus padres porque sus padres son la clase más baja de la escala social. Son los plebeyos de los obreros, los que llegan sin nada a un país, sin familia, sin amistades y sin patrimonio. Los desheredados. Si yo no tenía una carrera impecable, entonces su esfuerzo, sus años limpiando váteres y enyesando paredes no habrían servido de nada. Yo tenía que ser perfecta porque ellos habían soportado toda clase de degradaciones por mí. Lo habían apostado todo a una carta”), y lo mismo hace con la migración. Algo a lo que muchos, inexplicablemente, se sienten ajenos. (“No había ningún plan. No había ninguna épica en el acto de migrar. No éramos exiliados políticos. No huíamos de la guerra. No éramos una minoría religiosa perseguida. Nuestro heroísmo era querer llegar a fin de mes”). Con la necesidad de miles de personas que dejan atrás familia, profesión, casa, amigos para vivir mejor y se encuentran con un país que los recibe con toda su hostilidad. (“Era nuestra palabra de seguridad. Mañana y poco a poco. Para mis padres y su educación soviética esas dos expresiones resumían la idiosincrasia española. Y la vida calmada y sin preocupaciones que tan alejada era de su propia experiencia. Si algo no salía bien hoy, ya saldría bien mañana. Si algo no salía como querías a la primera, ya saldría más adelante poco a poco. Había que aprender a fluir según las circunstancias y el momento, dejar arrastrarse por la vida. Había que abandonar la disciplina.”)

Y mientras leo, me resuenan estas palabras que, de otro modo, he leído ya antes en “Somos la quintaesencia de América” el artículo de Touré en “Cuerpo político negro” sobre la identidad del que dejó su tierra atrás: “Somos millones los que vagamos por países, cruzando fronteras, creyendo que hemos llegado al lugar al que planeábamos ir. Pero al llegar nos damos cuenta de que no existe tal destino. Al llegar nos damos cuenta de que ya no podemos volver. El lugar del que te vas y al que crees que vuelves nunca es el mismo lugar. La nostalgia consiste en idealizar en tu memoria aquello que ya no existe y que solo puede ser ideal porque sabes perfectamente que nunca podrás volver a alcanzarlo. […] La migración también puede ser una enfermedad. Al igual que la pérdida de un ser querido, la migración es un duelo.

Pierdes la lengua. Pierdes la cultura. Tu identidad. Tus amigos y tu familia. Tu estatus e incluso sufres la pérdida de la tierra.

Lloras los paisajes y el clima.

[…] Ulises tardó veinte años en volver a su patria pero el fallo del relato es que su patria continuaba impertérrita al igual que él. El fallo del relato es que nadie te dice que Ulises vuelve mutilado por el viaje tras pasar diez años en una guerra y otros diez en un barco. Nadie te dice que Ulises ya no sabe volver a casa porque ya no existe ningún lugar en el mundo que pueda sentir como casa. El final que todos merecíamos era uno en el que nos contaran que la verdadera condena de Ulises es la errancia porque él ya no sabe cómo vivir en tierra firme. Porque echa de menos el mar como yo echo de menos los aviones. Porque si el lugar en el que creces y te crías te forjan, a nosotros nos forjó el camino. Y nos hemos vuelto adictos al horizonte.”

Y sin embargo, pasa

Leo “La familia”, de Sara Mesa, y me angustian un poco las primeras páginas, y pienso en la maestría de esta mujer a la hora de generar atmósferas asfixiantes, personajes perturbadores. Pero pasan las páginas y nada sucede. Y termino el libro con cierta incredulidad. No es la primera vez que siento que se desinfla. Cuando por aquí algunas me dicen por aquí: es su estilo. Y no. Su estilo es el de generar incomodidad, pero dónde queda la idea de narrar una historia. Y enfadada porque no se cumple esa premisa llego a “Donde me encuentro”, de Jhumpa Lahiri, otra completa desconocida que cae en mis manos mientras recorro las estanterías de la biblioteca.

Cada capítulo de este libro responde al título: en la cama, en la acera, en la piscina, en el museo… Es como ir abriendo ventanitas a su vida, asomarse y observar su vida, escuchar sus pensamientos. No pasa nada, como en el libro de Mesa, sin embargo, cuando lo cierro no tengo la sensación de haber sido estafada.

Leo a Lahiri y reconozco a algún ex (“No ocurrirá nunca, no le pega nada, es miedoso. Cuando salía con él no hacía más que escucharlo; intentaba resolverle todos los problemas, por pequeños que fuesen. Cada dolor de espalda, cada crisis existencial. Ahora lo miro sin absorber nada de su ansia voraz, de su queja continua”); acaricio los momentos sororos (“En este ambiente húmedo, oxidado, en el que nosotras, las mujeres, nos vemos desnudas y mojadas, en el que nos enseñamos las cicatrices de los pechos y el vientre, los moretones de los muslos, los lunares de la espalda, se habla de la mala suerte. Nos quejamos de los maridos, de los hijos, de los padres que envejecen. Desvelamos pensamientos prohibidos sin sentirnos culpables.”); me incomodo con manías compartidas (“De repente, él se levanta de la mesa y se pone a examinar los estantes, todos mis libros, mi vida, se podría decir. No me gusta su mirada sobre esos volúmenes, me pone nerviosa.”); sonrió para mis adentros (“y vuelvo a toparme con mi amigo casado para el que represento…, ¿qué represento? Un camino no tomado, una historia fallida.”); resuenan algunos ecos (”Yo no sabía dónde vivía con su mujer, ni cuál era su ciudad. Nunca vino a mi casa. Yo esperaba su llamada telefónica, acudía a todas las citas. Fue un episodio ardiente, un resplandor de breve duración que ya no me concierne”); encuentro una de esas madres que sólo pueden ser tóxicas porque encuentran la complicidad de los padres (“Tú, molesto por tener que estar junto a nosotras, con el único deseo de sustraerte de la ecuación, desequilibrándola. Tú, que durante las discusiones entre ella y yo decías categórico y taciturno: «Pero ¿qué quieres? Yo no entro ni salgo». Te limitabas a repetir esas dos frases feroces y cobardes. Y aprendí a no involucrarte, a no esperar ninguna ayuda… No te perdono que nunca intervinieras, que no me protegieras, que renunciaras a tu papel de salvaguarda, sintiéndote tú la víctima del ambiente borrascoso de casa. Aquel magma no te alcanzaba, ya habías construido a tu alrededor un muro más alto y grueso que esta estructura de mármol”).