La Temeraria

Conservo todos los libros que he ido comprando o me han regalado a lo largo de mi vida, excepto algunos que presté y nunca me han devuelto. Pero como nunca he tenido casa propia, sin compartir hipoteca, hasta ahora, siempre los he tenido repartidos entre las casas que habito y la de mis padres, que es la única fija. En ella estoy pasando ahora unos días, y decidí venir sin lecturas y echar un ojo a los libros que acumulo aquí para releer. Así es como me fijé en Urraca. Lo leí en la universidad, en la asignatura de Literatura con Marta Sanz como profesora. Apenas recordaba que eran una especie de memorias de una reina en su vejez, así es que le eché mano y he descubierto a “La Temeraria”, Urraca de León, la primera mujer que ocupó trono sin tutelas en Europa y quién sabe si la que inspiró el personaje de Cersei Lannister y la escena del “shame, shame, shame” en Juego de Tronos…

En “Urraca”, Loures Ortiz usa como excusa uno de los encierros a los que la sometieron por ambicionar ser reina y ampliar sus territorios. Durante esos días, Urraca escribe sus recuerdos a modo de crónica gracias a un monje que le pasa a escondidas material para escribir. Mezclando sus conversaciones y lo escrito, Lourdes Ortiz va ordenando la vida de la reina y también la de la mujer. Una mujer criada como heredera que, cuando le llegó el momento, se negó a ceder sus reinos y batalló por mantenerlos y ampliarlos contra su esposo y su hijo. Aunque no siempre ganase. “No es el débil quien reina, sino el lobo; no hay cabida en el corazón de aquel que controla los destinos de los demás para la tristeza o la clemencia, para la compasión o la ternura; uno elige mandar y, si es el mando lo que produce el goce, debe llevar hasta el final las consecuencias de lo elegido. […] sé que, si he perdido, es porque en algún momento vacilé, me equivoqué y dejé de controlar los hilos; he sido torpe y he permitido que otros me tomaran la delantera; no puedo reprochar a esos otros el haber sido más consecuentes que yo misma en el juego del Imperio. Yo he fallado; bajé la guardia; perdí un peón o una torre, cuando la partida aún estaba sin decidir y, en este jaque mate final, constato que no supe aprovechar del todo las enseñanzas de mi padre.”

Ortiz nos retrata a una mujer que es consciente pronto de las debilidades de los hombres y de cómo usarlas a su favor: “Empezó a vacilar; fingí cansancio y, mientras reculaba, dejé que se abrieran las cintas de mi corpiño. Allí, ante la mirada del escudero, mis dos pechos saltaban; nuevo e inesperado, el cuerpo de Urraca parecía ofrecérsele. Guzmán vaciló y yo, aprovechando su turbación y su sorpresa y un torpe movimiento, coloqué la punta de mi espada en su nuez que se agitaba cada vez más deprisa. «Te he vencido. Esta vez te he vencido.»

Y a partir de aquel día comprendí que si yo era capaz de aunar el rigor de mi padre con el «saber hacer» de Constanza, no habría nadie que pudiera interponerse en mi camino hacia el Imperio.” Consciente también de cómo funcionaban las cañerías de la corte (“Los monjes aunaban la habilidad de las cortesanas con una sutil dialéctica”) y del riesgo que es un pueblo unido para los poderosos (“Hermandades… siempre que hay hermandad, los míos tiemblan, Roberto, y tiemblan con razón, porque la fuerza de los hombres unidos es como el mar o como el río cuando se desborda y pierde su cauce. Por eso nosotros tenemos que pactar y fomentar la desunión, las rencillas, tenemos que prometer y castigar.”)

“Urraca” es la historia de una heredera que tuvo que ver cómo el nacimiento de un hermano varón acababa con su aspiración a controlar su reino y cómo solo a través de la muerte y el matrimonio podría volver a aspirar a ocupar el trono de Castilla, Galicia y León (“Pensaba que yo, por ser mujer, no podría sostener el Imperio. Me habló de trampas y conspiraciones, de maniobras que se gestaban a sus espaldas y por último concluyó que tras mucho meditar y vacilar había recibido la iluminación de su Dios y él, que se había negado a que viviera su único hijo varón, le había hecho comprender que la única posibilidad de que el Imperio se mantuviera residía en que yo casara con el de Aragón”). Es una crónica de alianzas y traiciones, como lo fue su matrimonio con Alfonso de Aragón, unidos formaban un imperio que todos ambicionaban: “Y juntos éramos excesivamente fuertes como para que los que nos rodeaban pudieran tolerarlo. Si nuestras voluntades hubieran llegado a unirse, como en aquellos meses en que se entendieron nuestros cuerpos, aquel viejo sueño imperial de mi padre habría sido una realidad que no podían admitir ni los nobles, ni los burgueses, ni desde luego los demás reinos. Un Imperio funcionando como máquina poderosa frente a los mezquinos intereses de grupos y clanes.”

“Urraca” es el recuerdo de una monarca que también fue mujer deseante (“Aborrecía a Alfonso, pero en cuanto venía hacia mí, mi odio se desmoronaba y brotaba el deseo. Y lo mismo le sucedía a él y por eso los dos pensamos que sólo la muerte del otro nos permitiría recuperar la libertad y la capacidad de movimiento”) y que, a la muerte de su segundo esposo decidió no volver a unirse en matrimonio y controlar sus tierras en solitario, aunque nunca estuviese su lecho frío (“Yo os necesitaba a los dos. Por un lado gustaba de bendecir tu cuerpo, de detenerme en tus caderas, de cosquillear tu espalda alargada de adolescente sin madurar; pero quería también la petulancia y la seguridad de don Pedro, su fuerza, su impertinencia, su abrazo inventivo y prolongado. (…) Duerme ahora el monje a mi lado, despreocupado ya del posible castigo del abad, olvidado de culpas y excomuniones. Para él ha sido bueno y a mí me ha dejado un sabor poderoso, cargado de imágenes… No podía dirigir, sin herirle, sus tanteos de principiante; no supo complacerme, pero me siento bien, como si el deseo se hubiera alejado ya de Urraca y fuera sólo la ternura lo que esperaba de este encuentro, el dar el goce.

Los cuerpos no se cuentan… pero vuelven frases, vuelve la luz, el desgarrarse de las telas, el galope, las risas precipitadas, el juego.

Don Pedro de Lara me conocía bien y juntos fuimos dioses, ya que sólo los dioses desconocen el límite.”).

De nuevo, el amor… y ¿el deseo?

La primera vez que intenté leer “De nuevo, el amor” fue en febrero de 2020 estaba en Madrid; lo sé porque siempre que comienzo a leer un libro estampo en las primeras páginas mi nombre y apellidos, la ciudad en la que estoy en ese momento, la fecha y mi firma. Es una fórmula que sigo desde los 13 años que, además de servir para saber que un libro me pertenece, me aviva la nostalgia. Decía que lo empecé en esa época que fue cuando lo compré porque lo recomendaron las Deforme, creo que Lucía. Intenté leerlo y lo dejé al cabo de un par de días porque se me atragantaba su lentitud, su narrativa me parecía excesivamente introspectiva y no conseguía conectar con nada. Volví a intentarlo un año después; sé la fecha gracias a Goodreads, una aplicación que uso para registrar lo que mi memoria de pez va a olvidar.

Y ahí llevaba como libro comenzado dos años hasta que la semana pasada le eché mano otra vez. Y me pasó algo parecido, me costaba entrar en sus páginas con naturalidad, pero poco a poco empezó a sucederme algo y es que, aunque no estaba enganchada como para no parar de leer, tampoco era capaz de renunciar a coger el libro cada día un ratito. Y ahí apareció: con la excusa de un montaje teatral en el que participa la protagonista del libro, Sarah Durham, Doris Lessing nos mete de lleno en los debates internos de una mujer de sesenta y cinco años, que, como muchas, o como yo, se descubre en lucha con su cuerpo cuando su corazón y su cerebro son despertados por el amor y el deseo tras un largo letargo. Si tuviese que resumir con una sola palabra su lectura, no lo dudo: delicia. Os copio algunos de mis subrayados (también en comentarios, hasta que IG tenga a bien ampliar caracteres) , porque a buen seguro alguna de vosotras estáis o transitareis por ese camino.

La mayoría de los hombres, y más aún las mujeres-mujeres jóvenes, temerosas de sí mismas-, castigan a las mujeres mayores con mofas, las castigan con crueldad, cuando ponen de manifiesto inadecuados signos de sexualidad.

Aquella invisible línea trazada alrededor: “no me toques….”, aquella mirada sexualmente altanera propia de alguien, más joven, que aún no ha cumplido los veinte, y dice: no soy para ti, persona impúdica, pero si supieras lo que podría hacer contigo si quisiera… Una mirada acompañada de la ronca (silenciosa), burla del adolescente, lleno de agresión sexual, deseo y dudas sobre sí mismo

Estar enamorado es una condición poco importante, e incluso cómica. No obstante, hay pocos estados más dolorosos para el cuerpo, el corazón y -peor aún- la mente. […] por qué las personas enamoran con frecuencia y no se enamoran en condiciones de igualdad, ni tan siquiera al mismo tiempo.

Envejecer, o incluso hacernos mayores, es tan cruel que mientras gastamos todas y cada una de las energías en intentar despistarlo o posponerlo, en realidad raramente conseguimos que su constatación no nos hiera aguda y fríamente.

Millones de personas pasan sus vidas, tras feas máscaras, suspirando por la simplicidad desde el amor conocidas por la gente atractiva. Ahora no hay diferencia entre mi persona y aquellos excluidos del amor, pero es la primera ocasión en que me doy cuenta, puesto que a lo largo de mi juventud, me encontré entre la clase privilegiada sexualmente, pero nunca pensé en ello o lo que podía significar no serlo.

Inesperadamente, llegó a un estado en el que dormir sola era un don, y una gracia, y no podía creer que tan recientemente hubiera llorado y sufrido por la compañía del cuerpo de un hombre.

Imágenes de sus propios encantos no podían alimentar el erotismo como, solo ahora lo comprendía, habían hecho en otro tiempo, cuando se había sentido casi tan ebria de sí misma como del cuerpo masculino que amaba el suyo. Ni se podía permitir recuerdos de cómo había sido ella, Puesto que comportaban una seca angustia de pérdida.

Cómo pude vivir cómodamente durante años y años, y luego, de repente, caer enferma de añoranza… ¿de qué? ¿qué es lo que permanece despierto en el oscuro, cuerpo y corazón y mente, enfermo, por el anhelo de afecto, de un beso, de consuelo?

La realidad es que no hay tantas relaciones auténticas en una vida, pocas historias de amor.

Una mujer de cierta edad se planta delante de su espejo, desnuda, examinando esta o aquella parte de su cuerpo. […] Lo que no podía evitar (tenía que afrontarlo) era que cualquier chica, por poco agraciada que fuera, tuviera algo que ella no poseía. Y que nunca más volvería poseer. Era algo irrevocable. No se podía hacer nada. […] Había ido llegando aquella situación resignadamente, como se supone que se debe hacer, y luego, de repente la caída en el abismo. […] Hay dos fases en esta enfermedad. La primera es cuando una mujer mira, mira más de cerca: sí, aquel hombro; sí, aquella muñeca; sí, aquel brazo. La segunda es cuando se obliga a ponerse delante de un espejo real, para mirar dura y fríamente a una mujer que envejece: se obliga a volver al espejo, una y otra vez, porque la persona que está mirando siente que es exactamente la misma (cuando está lejos del espejo), que a los veinte, treinta, cuarenta. Es exactamente la misma que la muchacha y la mujer joven que se miró en el espejo y contó sus atractivos. Tiene que insistir en que esto es así, esto es la verdad: no lo que yo recuerdo… Esto es lo que estoy viendo, es lo que soy. Esto. Esto.

El poeta hablaba del amor, no del dolor. Después de todo, es posible estar enamorado y no desear estar muerto.

Había estado pensando, con excesiva frecuencia: nunca más tendré un cuerpo de hombre joven en mis brazos. Nunca. Le había parecido a la sentencia más terrible que el tiempo pudiera dictar.

Y hablaba como si lo hiciera de una rodilla rota o de una jaqueca, y no de un brutal puño que golpear repetidamente en el corazón de uno.

“No sirvo para el dolor” había dicho él. Bien, tampoco ella servía. Ni creía en ello. ¿Para qué servía el dolor? ¿Qué es lo que duele? ¿Por qué duele nuestro corazón físico? ¿Qué es este peso que llevo dentro? Parece una piedra pesada sobre mi corazón.

-Creía haberlo aceptado todo, pero no es verdad. Por lo tanto, vuelta empezar.

Con este telegrama, quería decir: pensaba que había aceptado que no me casaría, ni tendría un amante serio con quien vivir, porque mi madre está enferma y empeora y, en cualquier caso, estoy envejeciendo, aparecen canas en mi pelo y era muy desgraciada pero lo había aceptado, pero ahora…

Memoria de pez

Hace unos días hubo verbena en mi pueblo, no tenía ni idea de que había hasta que me lo contó mi amiga María. De pequeña y de jovencita me encantaba ir a las verbenas de Montánchez o de Gargáligas, no por la música, sino por esos ratos tan divertidos de bailes y bromas con los amigos y los pasodobles con mi padre. Pero durante muchos años he estado sin pisarlas. ¿Por qué? Ni idea. Os lo cuento porque durante la verbena se me acercaron varios hombres a saludarme (iba a escribir chicos, pero eran de mi edad y hay que ser conscientes de la tierra que una pisa). Mi cara de póker era de chiste. Así de principio no sabía quienes eran, no recordaba a ninguno de ellos. Por supuesto he pasado ya esa fase en la que trato de disimular y seguir la corriente a la gente: si no sé quiénes son, si no los reconozco, lo digo y que sea lo que dios quiera. Así es que se esforzaron por ir tirándome datos y anécdotas y yo seguía sin tener ni puñetera idea de quiénes eran. Pero a medida que iba pasando el tiempo y caían uno tras otros los temas de la orquesta galáctica que contrató el ayuntamiento, el disco duro de mi cabeza comenzó a arrancar y ahí estaban esos hombres de adolescentes. Empezaron a llegarme imágenes como relámpagos. Sí, los conocía. Sí, habían sido buenos amigos. Y lo inevitable… ¿me había enrollado con alguno de ellos? Mi cerebro ha borrado mucha información que, seguro, fue emocionalmente importantísima a mis 15, 16 o 17 años. Y sigue desapareciendo, por eso conecté tan bien con “No me Acuerdo de nada”, una novelita de Nora Ephron divertidísima y muy honesta en la que, a través de anécdotas y reflexiones, Ephron hace un repaso por su apasionante vida. Es increíble la capacidad de esta mujer para sacarle el jugo a momentos cotidianos aparentemente anodinos y sacarles toda la comicidad. Si necesitáis sonreír o echar una carcajada, esto es terapia.