Perder el miedo a los minusculistas

Lo primero que leí de Despentes fue “Teoría King Kong”. Estaba en una casita en el monte, cerca de las playas de Vila Nova de Milfontes, con el hombre al que amaba. Fue el mejor verano de mi vida. No sabía que sería el comienzo de muchos malos y que la saudade de esos días me harían pasar más tiempo del debido a su lado. Porque fue en ese julio portugués donde el vino empezó a meterse en nuestra casa, a convertirse en una presencia constante. Las noches de pescado a la brasa y percebes eran la excusa perfecta. Luego, cuando volvimos al trabajo, a Madrid y la rutina; todas las noches, como en las series estadounidenses se descorchaba una botella. Y de repente, dos que iban a la par se desparejan. Tú no bebes, no a diario, dejas de seguir el ritmo. Entonces sólo eres la aburrida. Cuando al vino de la noche se suman las cervezas de la tarde o el par de vasos de whisky por la mañana porque la tensión es excesiva, pasas a ser la tocapelotas. Cuando tienes que recogerle del suelo porque no es capaz de caminar, ni casi de arrastrarse, limpiarle el vómito y meterle en la cama, eres su peor enemiga como testigo de sus episodios más patéticos.. Es de esos momentos de los que habla Despentes en “Querido capullo”, que arranca con la correspondencia entre Oscar, escritor señalado como abusador, y Rebecca, actriz, con la excusa del #metoo.
“Querido capullo” me ha hecho viajar en el tiempo. A un tiempo en el que dejé de ser yo (“Llega un día en que no te reconoces. Es tardar años en admitir que aquella que fuiste ya no volverá, que ha desaparecido para siempre. Es tener miedo todos los días y convertirte en otra persona. Es tragarte la vergüenza de que alguien haya buscado tu punto débil, lo haya encontrado, y te haya destruido. La vergüenza de que resulte tan fácil”) porque me tragué dos de las más grandes mentiras sobre eso que llamamos amor, a saber: 1_ para ser una persona completa tienes que tener pareja y 2_ mi amor le salvará. (“Algunos amores son droga dura. No los dejas, ni siquiera cuando todo ha empezado a saltar por los aires. Estás convencida de que, siendo leal, valiente y obstinada, las cosas volverán a ser como era en el principio. Extraordinarias. El cerebro te dice el tema está jodido, pero quien manda son las tripas, y ellos te dicen que tienes que quedarte en ese amor”)

En “Querido capullo” Depentes habla de las drogas y del alcohol, la lucha de clases que van ganando los ricos y que cuenta con mercenarios mal pagados entre los obreros. Y por supuesto del machismo (“Pensé en todo, excepto en las chicas. Nadie pensaba en las chicas. Apretábamos el culo con el fisco, con la extrema derecha, con los negros, con los judíos, con Twitter. ¡Pero las chicas! No veíamos dónde podía estar el peligro”). De hombres con los que convivimos: “Hay que ocuparse de vosotros todo el tiempo, tranquilizaros, entenderos, asistiros, cuidaros. Es demasiado curro. Tienen razón las jovencitas, vuestras masculinidades son frágiles.” De hombres incapaces de decir la verdad (“Supongo que pensaba que era mejor tener una novia que te agobia que estar solo para siempre”), egoístas (“La escuchaba decirme todo eso, y pensaba en tu carta, en lo agradable que resulta: tener mujeres preocupándose por mí.”), frustrados (“Subestimaba la rabia que me daban los otros tíos. Los que tienen lo que quieren. Que para ellos sea más fácil. Que sepan cómo hacerlo y yo no. Que me hagan sentir defectuoso por contraste. Era consciente de mi vergüenza, era consciente de mi rabia… Pero ignoraba mi terror a los demás. (…) soy incapaz de enfrentarme a quien me hace sentir mal. Me vengo con otros. Me desahogo con otros”), capaces de encontrar cien mil excusas para no cambiar (“Yo, a la gente que no se droga siempre la desprecio. Los hombres de verdad beben whisky, fuman porros, se amorran al jarabe de codeína y esnifan rayas de coca de un palmo. Comen grasa, hacen pesas y se limpian el culo con lo políticamente correcto. Los hombres de verdad no se sienten destrozados porque una petarda se queje diez años después de que le hayan puesto la mano en el culito”). Hombres cómplices: “Entre las víctimas, el porcentaje de fabuladoras sigue siendo ínfimo, mientras que el porcentaje de violadores entre la población masculina debería alertaros sobre el deterioro de vuestras sexualidades. Y sin embargo, os veo más escandalizados ante la posibilidad de una acusación injustificada, que, sabiendo que hay violadores entre vuestros amigotes”. Hombres que, a veces, abren los ojos: “Me hizo entrever algo que no estaba dispuesto admitir. Ser deseado por alguien a quien no le has pedido nada es insoportable. Verte ante una petición sin posibilidad de decir que no es insoportable”.

Y por supuesto habla de mujeres y de feminismo:

  • Imagina que, en lugar de mujeres asesinadas por hombres, se tratara de empleados asesinados por sus patrones. La opinión pública sería mucho más severa. Cada dos días, la noticia de un patrón que mata a su empleado. Nos diríamos que las cosas han llegado demasiado lejos. Hay que poder fichar sin correr el riesgo de que te estrangulen, te muelan a palos o te acribillen a balazos. Si cada dos días un empleado matase a un patrón, ya sería un escándalo nacional. Piensa en los titulares: el patrón había puesto tres denuncias y obtenido una orden de alejamiento, pero el empleado lo esperó en la puerta de casa y le disparó a quemarropa. Cuando haces el paralelismo te das cuenta de hasta qué punto el feminicidio está tolerado.
  • A quien nos encontramos preguntándose qué hacer con su vergüenza no es al que azota al esclavo. Quien carga con la vergüenza es el encadenado. La lleva como un tatuaje, una marca en la frente. Una mancha indeleble con la que no sabemos qué hacer. Lo que tratamos de perdonar no siempre es el mal que nos han hecho.
  • Las chicas que yéndose a la cama sí lo consiguen tienen unas cualidades especiales. Deberíamos admirarlas. Yo las había juzgado mal, cuando lo único que hacían era jugar el juego. El juego no lo habían inventado ellas, probablemente habrían preferido que les fuera como me fue a mí.
  • La idea de una conspiración femenina. La subordinada siempre conspirando espalda de los jefes. La idea de que somos responsables de lo que nos hacen pasar. El culpable siempre es la víctima. Y la idea de que no hay solidaridad posible; no hay ‘reconocimiento’. Para ellos somos el sexo desconocido, el sexo enemigo. Lo contrario no es cierto. Pero el problema está ahí: ¿cómo vivir en armonía con alguien que se niega a ‘reconocerte’?
  • Cuando te encuentras en una situación de mierda que no puedes cambiar individualmente, hay que decirlo. Para que otras pueda responder ‘yo también’ y ‘yo te escucho’.
  • Todos los tíos eran cómplices, porque aquella era una ley no escrita: el espacio público es un lugar de caza. No todos cazan. Pero al cazador todos lo dejan pasar.
  • Me doy cuenta de que ya no me dan miedo. Es una epifanía escandalosa. Los leo. Les han dicho que escriban y ellos escriben. Su único poder está en la manada. Tomados uno por uno, sus mensajes son burdos, tontos, repetitivos. (…) Son la miseria personificada. La pobreza. La mediocridad. Y además lo reivindican. Tienen un imaginario estéril. Pura simulación grotesca de la alegría y la amistad, de la solidaridad, pero ante todo es la expresión de la más sórdido miseria. (…) Son los milicianos de la masculinidad minúscula, los minusculistas. Y también trata de eso que nos va pasando a todos los que seguimos vivos, cumpliendo años… (“Cuando los tipos del montón empiezan a pensar que tienen derecho a probar suerte contigo es horrible, una de las cosas más humillantes de hacerse mayor. Cuando un pibón al que le has hecho notar que te gusta no entra en tu juego, es una sorpresa, y te duele, pero todo queda en el territorio de lo digno. Siempre te queda regodearte en esa dignidad herida, buscar una salida airosa. Como situación es terrible, y para una mujer que ha sido hermosa creo que siempre es una sorpresa. Pero de alguna forma sabes que forma parte del juego. En cambio, cuando viene a importunarte un tipo de segunda fila, un poco baboso y torpe, esperando salirse con la suya, descubres con horror que quien ha calculado mal la situación no es el; quien todavía no ha advertido la magnitud de su tragedia eres tú.

Ana no, Ana eterna, la digna Ana

Cómo caí en las redes de Ana, las sociales, es un misterio. Lo que sí recuerdo es que un día compartió la imagen de una nota en la que tenía apuntados títulos que iba a buscar en la feria del libro. Uno de ellos, “Ana no” lo había recomendado Marina, otra prescriptora increíble. Fui a mi librería y me dijeron que no podían conseguírmelo porque era antiguo. Aún así, durante meses lo he tenido en una nota de pendientes que repasé la semana pasada mientras echaba un ojo por las estanterías de la biblioteca de Mérida. Tampoco lo tenían, pero hete aquí la magia de lo público: en la de Cáceres sí y me lo podían pedir.

Mi memoria de pez tampoco acierta a recordar si fue Marina o Ana, quizás ambas, la que me advirtió de lo triste de esta obra: “si no estás fuerte, déjalo para otro momento, porque te va a arrasar”. Bien, estoy fuerte, más que nunca, y aún así me ha tenido tres días sumida en una tristeza extraña, pero también en una indescriptible admiración por su protagonista. Ana Paucha es una anciana de setenta y cinco años que, tras amasar un pan dulce de almendras, cierra la puerta de su casa sureña, en un pueblo de mar, para llegar al Norte donde está su hijo preso, por comunista, desde que terminó la Guerra Civil. (“Te quita a tus hombres, sin más, y se los lleva. Te devuelve retazos de angustia, retazos de cuerpo, retazos de dolor, retazos de palabras. Estabas entera. Te deja amputada. Eras un todo. Ya no eres nada. Te roba la plenitud. Te devuelve el vacío. Ante todos ustedes, buenas gentes, acuso a la guerra de haberme expoliado.”)

“Ana no” podría ser un libro de viajes, una epopeya, también una novela picaresca o un pequeño Quijote porque algo de cada uno de ellos tiene. Pero sobre todo, tiene dignidad, la de una anciana que se patea un país miserable con el único objetivo de abrazar de nuevo al único hijo que le queda vivo después de que la guerra le arrebatase a su marido y a los dos hijos mayores. Ana Paucha es uno de los personajes más fuertes, tiernos, atractivos, sabios, dignos y vulnerables con los que me he topado, y la escritura de Gómez Arcos un canto a la belleza y la poesía, a pesar de la infinita tristeza de esta novela que es homenaje a los que siempre pierden.

“También tenía un maravilloso defecto: la indolencia. Para acudir todos los días a las ocho de la mañana a la amorosa ceremonia de la espera, con la brisa recién nacida que barría el puerto, Ana Paucha se tomaba su tiempo. Disfrutaba del camino, vivía plenamente aquel viajecito mañanero que suponía su paseo diario. Se encontraba con un sinfín de gente a la que saludaba, de niños a quienes besaba en las mejillas, de perros a los que llamaba por su nombre y que iban, meneando el rabo, a lamerle las manos, a arremolinarse entre sus piernas como pequeños ciclones peludos. Henchida como un soplo de alegría se sentía feliz. Pensaba tener diez hijos (diez por lo menos), todos de mofletes sonrosados, cada uno con un perro juguetón. Cuando el mayor saliera a la mar por primera vez, el más chico dormiría en el ambiente ancestral de la cuna de madera. Ana-fantasiosa.”

“Mi soledad son cuatro camas en las que florecían, antaño, cuatro cuerpos de hombre. Camas vacías. Hombres muertos. Mi soledad es una barca que se va resecando en la playa; barca herida, abandonada, que ya no acogerá el saludo de las gaviotas en las alegres amanecidas de los regresos. Mi soledad es el gozoso nombre que ya no podré dar a mis nietos, muertos antes de nacer. Mi soledad es la palabra abuela, que nunca oiré, salvo en el negro abismo de mis sueños. Es ese nieto, hijo de tu hijo, amado mío, que te habría llamado abuelo porque tú tenías tanto derecho a ello como yo. Tú y yo, Pedro querido, hubiéramos buscado cualquier excusa para llamar a ese nieto, abortado antes de que lo concibieran, para que entendiera que se trataba de su nombre, suyo y de nadie más; para que comprendiera que le transmitíamos un nombre de amor que él debía transmitir.”

“Al dormir, roncaba de modo suave y continuo, como para acunarla. A eso lo llamaba ella la ternura de los fuertes. Pedro debía de ser consciente de lo pequeña que era ella, de la infancia eterna de su cuerpo. Porque cuando estaba en vena y sus juegos amorosos iban por derroteros más atrevidos, algo parecido a un sudor incestuoso empapaba la cama. En esos momentos, el hombre-padre le hablaba como a una niña chica. Ella se acurrucaba contra su vientre y, entre sueños, soldaba sus manos al sexo de su hombre, como una barquita se amarra a un descomunal bolardo. Unidos por ese cordón umbilical parecían un Pedro Paucha gigante dando a luz a una liliputiense Ana Paucha. Su esposa.”

“Visten harapos descoloridos y un trozo de tela gruesa atado a la cabeza les empapa el sudor que los ciega; parece que nunca vieran el cielo. Sus ojos legañosos se clavan en la tierra ávida, esquilmada por una secular avaricia. Tierra que les corroerá las entrañas antes de que hayan tenido tiempo de libertarse, de realizar la profecía bíblica: «Poseerás la tierra». En realidad, es ella la que los posee, ahora y siempre. Es a la vez su cuna y su tumba, únicos puntos de referencia para ellos, sin el recorrido intermedio de la vida.

Ana Paucha piensa que la mar es más generosa. Que mece. Que canta. Que brinda una miríada de caminos. Que, al ser misteriosa, suscita arrebatos de aventura.”

“Lo único que quiere (sin ser plenamente consciente de ello) es cruzar el país de sur a norte, paso a paso, para que esta tierra indigna que trajo al mundo a los asesinos de sus hombres sepa, por fin, que ella existe, que salió de su madriguera y que ahora, mancha negra, se dirige hacia la muerte. Andando. De pie.”

“Ella no lavó a sus muertos. Tres cuerpos que no pudo asear murmurando sus nombres para que no se sintieran perdidos, al cruzar la gran frontera, en el anonimato de la fosa común. Tres nombres que no habría murmurado sino gritado, para que sus tres amores los recordaran eternamente, por si acaso alguien, al otro lado, se los pedía. Hubiera limpiado cuidadosamente con la esponja jabonosa las tres efímeras geografías humanas en las que aprendió sus derechos y deberes de mujer.”

“La mano que tiende hacia la caridad no es su mano. Acariciada por las fuertes manos de su marido, había traído al mundo otros tres pares de manos, igual de fuertes, que siempre le habrían llevado a la boca el pan del trabajo, le habrían metido en los bolsillos el dinero necesario para agenciarse fuego y zapatos, cama para la noche y luz para el día. Pero la guerra amputó tan pródigas manos de hombre. La mano que ahora tiende le fue injertada por la guerra. No es mano de mendiga la de la digna Ana no.”

“Los hombres iguales: -No son iguales por su estatura canta el ciego-, ni por sus ojos, sus manos o sus piernas. Ni tampoco por su cuerpo, que reúne las partes anatómicas comunes a todos los hombres. Son iguales porque al ver a los otros se ven a sí mismos, sin que la palabra otro se les pase por la cabeza, maravillados al descubrir que son únicos y múltiples, como una infinidad de espejos que reflejara una única imagen. Son iguales porque son libres.”

“No me lavé el cuerpo para mantener en mí el último sudor de Pedro Paucha, su olor a hombre, y los besos apasionados de mis hijos. Cubrí con un pañuelo mis trenzas de amante. Y empezó la muerte lenta del amor, minuto a minuto, ahogado por el silencio.”