¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?

 

Llegué a estas memorias de Jeanette Winterson tras una charla con Verónica Sánchez, hablábamos de los últimos libros que habían caído en nuestras manos, y llegamos a las maternidades complejas, tóxicas incluso. Mencionamos a Gornick y de rail pasamos por Karr para acabar con esta mujer.

Winterson reconoce que creció en el seno de una familia terriblemente infeliz, con un padre ausente y colaborador de una madre amargada y beata. Las palabras se convirtieron en su refugio, leer y escribir la salvaron de una infancia durísima en la que se mezclaban la presencia tirana de su madre adoptiva y la ausencia de la biológica. “El bebé explota a un mundo desconocido que sólo puede asimilar a través de algo parecido a un relato (…) pero la adopción te hace caer en la historia después de que haya empezado. (…) La adopción es estar fuera. Pones en acción lo que se siente al ser la que no forma parte de algo. Y actúas intentando hacer a los otros lo que te han hecho a ti. Es imposible creer que alguien te quiera por lo que eres”.

Las memorias de Winterson hablan del amor, del miedo a ser feliz, de la salud mental y la estabilidad emocional, de heridas y cicatrices, del suicidio como única vía de escape. Del hogar como centro de gravedad, del sexo y el aprecio al propio cuerpo. De la pobreza y el hambre que convierten el prohibirse en una forma redención. Winterson habla de clase, de la necesidad de escaparse y diferenciarse de la masa que genera el capitalismo, el individualismo como salida, y de cómo ese deseo legítimo se convierte en un abandono de la comunidad. También de feminismo, rabia e inconformismo. “Para una mujer de clase trabajadora, aspirar a ser escritora, aspirar a ser una buena escritora y creer que eras lo bastante buena no era arrogancia, era política”.

Vientres vacíos

Confieso que leo mucho y que tengo memoria de pez, eso significa que, dentro de unas horas no recordaré nada de lo que haya escrito en estas líneas y mucho menos lo que he leído en el último mes. Sin embargo, este cerebro selectivo del que presumo acierta a recordar que mis dos últimas lecturas tienen como protagonista al dolor.

El colgajo, del periodista Philippe Lançon, víctima del atentado terrorista de Charlie Hebdo, habla del padecimiento físico, claro, al que se enfrenta después de que las balas de unos yihadistas le agujerearan el rostro, pero sobre todo, es el relato de un duelo por el hombre que era antes de sobrevivir. También de un cierto modo de supervivencia y luto habla el otro libro que me ha conmovido estos días, tanto que, a pesar de tener poco más de cien páginas, he tenido que ir dosificándolo. El vientre vacío, de la periodista Noemí López Trujillo, es otro retrato de dolor, el de toda una generación de mujeres que sienten que su tiempo se agota. Mujeres que fueron niñas poniéndose ante el espejo, hinchando y acariciándose las barrigas, soñando con ser madres.

Ahora que la economía global entra en una fase de “ralentización sincronizada” (lo dice la nueva directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Kristalina Georgieva, no yo), es decir, que vamos de cabeza a comprobar si sobrevivimos a otra crisis, pienso en estas mujeres que cuestionan en voz alta si realmente llegamos a salir de la primera gran grieta que nos engulló. Ese enorme sumidero por el que acabaron colándose los sueldos mileuristas junto a los sueños de millones de chicas que salen de las universidades, si tienen suerte de pisarlas, saltando de beca en beca hasta cumplir los treinta años y firmar su primer contrato temporal o cobrar su primera factura como falsas autónomas.

Mujeres que se han cansado de que se las infantilice, de ser víctimas de la falacia del esfuerzo, del sacrificio, de la renuncia en pos de un bien mayor, en su caso, un futuro mejor. Es esta generación que sabe que no importa cuánto trabajen, cuántas horas roben al sueño, a sus amigos, a su vida, porque nada mejorará o lo hará muy poco, ya no se promociona, no se llega a la jubilación desde ese trabajo de toda la vida. Ese retrato de desesperanza, desconfianza y miedo impregna cada una de las páginas de este libro que hace de la propia experiencia de la autora el relato de toda una generación de mujeres que soñaron con ser madres, de aquellas que aún lo sueñan y que ven cómo su cuerpo entra en tiempo de descuento. Un reloj biológico que las apremia y sirve para hacer caja a las clínicas de reproducción asistida. Unas mujeres tachadas de egoístas porque lo quieren todo: un trabajo, una vivienda, un salario dignos, ayudas y políticas sociales que les permitan criar a sus hijos decentemente, ofrecerles un presente confortable, un futuro esperanzador. Darles, al menos, lo que ellas tuvieron. Son las mismas mujeres a los que los políticos tratan de instrumentalizar, esas a las que señalan responsables de la baja natalidad y por ende, de cargarse el sistema de pensiones. No hay que ir muy lejos, fue en febrero, por ejemplo, cuando un Pablo Casado preelectoral y con el furor abascalino desatado, aseguró que para financiar las pensiones habría que “pensar en cómo tener más niños, no en abortar”. Su Partido Popular derogaría la ley de plazos de 2010, porque si alguien tiene que perder derechos conquistados en este país, y en orden de preferencia, comencemos por las mujeres. Sus cuerpos al servicio del capital. Malas por no querer ser madres precarias, egoístas por abortar, malhechoras por priorizar su carrera profesional, culpables, culpables, culpables.

Cuando amenaza con regresar de nuevo esa palabra que nos metió el miedo en el cuerpo como lo hace el frío en los huesos, se alzan las voces de las mujeres, acuerpándose, hermoso verbo, para recordar que, para muchas, esa primera crisis es aún llaga, herida abierta.

Publicado en El Periódico Extremadura

¡Grita, Greta!

A un español de cultura media, entender qué pasa con el cambio climático se le puede hacer bastante cuesta arriba, porque a poco que lea más de una cabecera, encontrará expertos y políticos que rechazan su existencia y especialistas que no sólo no lo cuestionan, sino que además nos alertan de sus consecuencias. No debe ser fácil decidir en qué equipo juegas cuando, no ya el primo de Rajoy, sino todo un presidente de los Estados Unidos como Trump se coloca del lado de los negacionistas, y, junto a él, Bolsonaro. Un señor que subido al estrado de oradores de las Naciones Unidas defiende con una mano los crímenes de la dictadura militar chilena, y con la otra, asegura que el Amazonas, después de días ardiendo, está intacto.

Relacionar las emisiones de nuestros tubos de escape, de las chimeneas de las fábricas, del modelo de ganadería que nos alimenta, de los aviones de bajo costo en los que montamos para conocer mundo con el deshielo de los polos puede resultar una operación compleja. Climatólogos y biólogos hablan de calentamiento global, gases de efecto invernadero, amenazas de seguridad alimentaria, desertización, fenómenos meteorológicos extremos. Alertas científicas que se unen a la de las organizaciones para la defensa de los derechos humanos, respaldadas por el Papa Francisco, cuando hablan de las migraciones climáticas, que desplazan ya a más personas que las guerras.

¿Quién quiere relacionar la cantidad de productos envasados con plásticos que compra en el supermercado con los centenares de inmigrantes que flotan ahogados en las aguas del Mediterráneo? ¿No sería terrorífico descubrir que la forma en que consumimos en países como España está destruyendo regiones enteras de Alaska? Lo peor de reflexionar acerca de ello, de ponerse frente al espejo, es que nos expondríamos a nuestra conciencia. De modo que la ignorancia, la falta de conocimiento y curiosidad se convierten en el mejor parapeto.

Sin embargo, esconderse tras la dificultad de compresión de los términos no va a salvarnos de la condena de nuestros hijos. Los niños a los que hemos insistido en la importancia de lavarse las manos antes de comer, de ordenar su cuarto y mantener limpia la casa, son los mismos que empiezan a preguntarnos por qué somos tan hipócritas, por qué protegemos nuestras casas cuando estamos destrozando la suya. Les basta con poner un pie en la calle para darse cuenta de que quien le abronca por dejar una cuchara sucia en su mesa de estudio, tira la colilla por la ventanilla del coche. Compresas, condones, latas de refresco, envoltorios de helados, correas de coche, calendarios, litronas se han convertido en colonizadores de las orillas del Guadiana, de los arcenes de la A5. Convivimos con nuestra mierda fingiendo que no está, que no importa, que no nos afecta, pero ahí están nuestros hijos recordándonos que las normas que valen para casa, también deben servir para la calle.

De entre ellos, y encabezándolos, una niña sueca, de 16 años, con Asperger: Greta Thunberg. La conocerán porque ha asistido a la Cumbre del Clima en Nueva York y sabrán más de ella que de los compromisos y desacuerdos con los que ha concluido. Porque los medios y las redes se han centrado en su cabreo, en señalarla como la niña enrabietada que grita a los políticos, que les interpela desde el enfado, la niña que no sonríe porque está furiosa. Y es cierto, Greta está enojada con los políticos que desde hace años conocen las amenazas y las consecuencias del cambio climático y no hacen nada. Y ese cabreo va en las dos direcciones, porque ellos, los que sujetan las riendas del mundo no pueden soportar que una cría se ahorre las sutilezas en su discurso, que no deje un hueco a la esperanza o al humor. Greta se ha pasado por el forro todas las convenciones del patriarcado, su definición de lo femenino, y se ha erigido no sólo en la voz de los jóvenes indignados, también en bandera de las mujeres hartas de guardar las formas porque no quieren ser vistas como peligrosas, incompetentes o locas. ¡Grita, Greta, grita!

Publicado en El Periódico de Extremadura