Confieso que leo mucho y que tengo memoria de pez, eso significa que, dentro de unas horas no recordaré nada de lo que haya escrito en estas líneas y mucho menos lo que he leído en el último mes. Sin embargo, este cerebro selectivo del que presumo acierta a recordar que mis dos últimas lecturas tienen como protagonista al dolor.
El colgajo, del periodista Philippe Lançon, víctima del atentado terrorista de Charlie Hebdo, habla del padecimiento físico, claro, al que se enfrenta después de que las balas de unos yihadistas le agujerearan el rostro, pero sobre todo, es el relato de un duelo por el hombre que era antes de sobrevivir. También de un cierto modo de supervivencia y luto habla el otro libro que me ha conmovido estos días, tanto que, a pesar de tener poco más de cien páginas, he tenido que ir dosificándolo. El vientre vacío, de la periodista Noemí López Trujillo, es otro retrato de dolor, el de toda una generación de mujeres que sienten que su tiempo se agota. Mujeres que fueron niñas poniéndose ante el espejo, hinchando y acariciándose las barrigas, soñando con ser madres.
Ahora que la economía global entra en una fase de “ralentización sincronizada” (lo dice la nueva directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Kristalina Georgieva, no yo), es decir, que vamos de cabeza a comprobar si sobrevivimos a otra crisis, pienso en estas mujeres que cuestionan en voz alta si realmente llegamos a salir de la primera gran grieta que nos engulló. Ese enorme sumidero por el que acabaron colándose los sueldos mileuristas junto a los sueños de millones de chicas que salen de las universidades, si tienen suerte de pisarlas, saltando de beca en beca hasta cumplir los treinta años y firmar su primer contrato temporal o cobrar su primera factura como falsas autónomas.
Mujeres que se han cansado de que se las infantilice, de ser víctimas de la falacia del esfuerzo, del sacrificio, de la renuncia en pos de un bien mayor, en su caso, un futuro mejor. Es esta generación que sabe que no importa cuánto trabajen, cuántas horas roben al sueño, a sus amigos, a su vida, porque nada mejorará o lo hará muy poco, ya no se promociona, no se llega a la jubilación desde ese trabajo de toda la vida. Ese retrato de desesperanza, desconfianza y miedo impregna cada una de las páginas de este libro que hace de la propia experiencia de la autora el relato de toda una generación de mujeres que soñaron con ser madres, de aquellas que aún lo sueñan y que ven cómo su cuerpo entra en tiempo de descuento. Un reloj biológico que las apremia y sirve para hacer caja a las clínicas de reproducción asistida. Unas mujeres tachadas de egoístas porque lo quieren todo: un trabajo, una vivienda, un salario dignos, ayudas y políticas sociales que les permitan criar a sus hijos decentemente, ofrecerles un presente confortable, un futuro esperanzador. Darles, al menos, lo que ellas tuvieron. Son las mismas mujeres a los que los políticos tratan de instrumentalizar, esas a las que señalan responsables de la baja natalidad y por ende, de cargarse el sistema de pensiones. No hay que ir muy lejos, fue en febrero, por ejemplo, cuando un Pablo Casado preelectoral y con el furor abascalino desatado, aseguró que para financiar las pensiones habría que “pensar en cómo tener más niños, no en abortar”. Su Partido Popular derogaría la ley de plazos de 2010, porque si alguien tiene que perder derechos conquistados en este país, y en orden de preferencia, comencemos por las mujeres. Sus cuerpos al servicio del capital. Malas por no querer ser madres precarias, egoístas por abortar, malhechoras por priorizar su carrera profesional, culpables, culpables, culpables.
Cuando amenaza con regresar de nuevo esa palabra que nos metió el miedo en el cuerpo como lo hace el frío en los huesos, se alzan las voces de las mujeres, acuerpándose, hermoso verbo, para recordar que, para muchas, esa primera crisis es aún llaga, herida abierta.
Publicado en El Periódico Extremadura